Cuaderno de viaje

Nuestro segundo viaje, día 6:

Nuestro segundo viaje, día 6:

Hay gente como Yegon, nuestro amigo keniata, que corre maratones. Durante la carrera sufren, normalmente mucho, pero lo disfrutan, porque cuando llegan a la meta, sienten algo un poco difícil de describir y explicar pero que supone un verdadero esfuerzo personal, físico y mental, que ve su recompensa en la propia satisfacción personal. Nosotros hoy hemos hecho nuestro propio maratón. Hemos tardado nueve horas en llegar a la meta pero cuando nos hemos quitado el último par de guantes creo que la sensación ha sido parecida a la de los corredores.
Comenzamos temprano. Es nuestro último día para poder atender a la gente aquí y nos avisan de que la comunidad Maasai se están desplazando para vernos porque les han informado de nuestra labor. La mañana transcurre a buen ritmo. La odontología que estamos realizando aquí consiste principalmente en intentar salvar dientes con caries, extracciones y problemas del esmalte con manchas de color marrón en prácticamente la totalidad del diente. Aunque ellos por naturaleza tienen buena dentadura, la escasez de medios hace que veamos casos realmente complicados en los que ya llegamos demasiado tarde para salvar lo que debió de ser una preciosa sonrisa. Debemos tener extremo cuidado con agujas y contacto con sangre para evitar infecciones.
Los habitantes de los pueblos de alrededor llegan caminando y van tomando asiento en nuestra sala de espera mientras suena Pablo Alborán en el altavoz. La escena me resulta curiosa y se me ocurre que al volver, podría mandarle el vídeo de esta sala de espera estilo maasai a Pablo para que vea hasta dónde llega su música. Quién sabe… Y si le parece curiosa la escena, se interesa por el proyecto, le gusta, nos ayuda y le da difusión, mucha gente nos ayuda… “pásame un algodón”. Me había ido un momento al país de los sueños, donde se fabrican historias como la nuestra que comienzan con un ¿Y si…? En Colombia dirían ¿Qué tal que…?

La maratón transcurre con normalidad: se va la luz varias veces, la aspiración se atasca, el motor se recalienta… una jornada tranquila. Y es tranquila porque nuestra sensación es de estar haciéndolo bien y estar haciendo un bien. Y me refiero a haciéndolo bien a que a cada persona se le soluciona el o los principales problemas dentales de una manera efectiva sin detenernos en “pequeñas cositas” porque el tiempo es muy escaso. En un receso mientras esperamos a que vuelva la luz voy al baño. En el camino me voy cruzando con mucho personal del campamento que me saludan sonrientes. No consigo recordar a cuáles hemos atendido, han sido tantas caras… Pero cuando paso por un grupo de hombres y saludo, uno de ellos dice ¡Jambo! (hola en suajili) de una manera tan efusiva que me giro a saludarle y él, extra sonriente, se señala su dentadura con los dedos como diciendo “¡eh, soy yo! ¡El de las palas partidas que ahora tengo completas!” Bueno, eso no lo dice pero su gesto sí. Y la felicidad del hombre dice todo lo demás. ¡Jambo! Contesto yo y me da una risa interna, externa, intramuscular e intravenosa.

La maratón llega al último tercio de la carrera y varias mujeres maasai han llegado por fin, tras el largo camino, con sus hijos para vernos. La clínica se llena de colorido por las ropas de las mujeres. Los niños tienen el miedo en la mirada y polvo en la ropa. Somos blancos, con trajes maasais blancos, cosas verdes tapándonos las bocas y con instrumentos raros alrededor de una cama más rara. Lo entiendo. Yo estaría temblando. Pero ellos están hechos de otro material. Tengo que decir que ningún niño ha llorado en nuestro sillón, ninguno. A la mayoría hemos tenido que hacerles extracciones y aunque les temblaba el cuerpo no hemos oído ni una sola queja de dolor, incomodidad, molestia… nada. Sus ojos miran diferente, como de una manera más limpia aunque están amarillitos. El doctor dice que es por el polvo. Una niñita de unos 8 años que ha venido sin sus papás. Lleva un vestido que hace tiempo debió ser elegante como un traje de domingo pero ahora es un vestido de lunes, martes, miércoles, jueves… Tumbada en la camilla, con la cara más linda y más triste que he visto en este viaje, me busca todo el tiempo con la mirada durante la extracción de su dientecito como sintiendo ese consuelo que nuestros hijos encuentran en las mamás y solamente en las mamás. Yo le doy la mano, le acaricio, le hablo y ella me sigue mirando con esos ojitos tristes. Por esto tenemos que volver. No hay más.

Llevamos nueve horas atendiendo y Gustavo está exhausto. No hemos comido desde el desayuno y no podemos más. Yegon nos ha ido trayendo bebidas pero no podemos parar a comer. El último sprint y ya vemos la meta. Hasta Dennis nos ayuda a limpiar el material para esterilizar. Terminamos con una mujer maasai y todo el equipo nos abrazamos. We did it!

De estos días me llevo muchas historias pero hay una que me toca más el alma y es la de un niño de catorce años, criado con todas las comodidades de un país desarrollado. Tiene su propio habitación e incluso su propio baño. Tiene móvil, playstation y estrena zapatillas cuando se le rompen e incluso antes. Puede ir al cine con sus amigos y luego comerse una hamburguesa mientras en su playlist puede elegir la canción que quiere escuchar. Y suena. Pues ese niño, ha estado siempre y repito siempre, todo el tiempo, con nosotros en la clínica. Durmiendo poco, con hambre, cansado, viviendo el estrés de este gabinete dental tan complicado de manejar… Podía no haber estado. No se le pidió que lo hiciera y se ofreció voluntario. Si lo veis algún día cuando volvamos, decidle por favor que ha hecho un buen trabajo. Y si alguno no os acordáis de su nombre, os lo recuerdo, es Alejandro.

Han pasado muchas más cosas bonitas hoy pero quiero dejarlo aquí porque siento que era día de resaltar el trabajo dental realizado. Mañana tendré que contaros cómo Yegon y Dennis nos han llevado en jeep, en plena noche por la sabana. Cómo llevándonos hacia unos árboles nos han pedido silencio porque en esa zona vive una pitón y quieren que la veamos. Lo único que alcanzamos a ver es lo que iluminan los faros del jeep. También tendré que contaros cómo, aguantando la respiración, nos adentramos con el coche entre los arbustos casi arañándonos los brazos cuando sentimos que no estamos solos. Pero eso tendrá que ser mañana porque hoy hablábamos de otra cosa.

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